Miembro de la
Asociación para la Defensa de la Sanidad Pública de Salamanca (ADSP)
Soy médico; cardiólogo, de esos que ponen muelles a los pacientes
cuando sufren un infarto. Nuestro trabajo me encanta, pero recientemente salí
del hospital un poco más triste que antes.
Un paciente que ya habíamos atendido previamente
ingresó de nuevo con un segundo infarto y, al mirar sus arterias, encontramos
que el stent, el muelle, implantado unos meses
antes, se había trombosado, provocando un segundo infarto mucho más grave que
el primero.
Mientras intentábamos reparar de nuevo su arteria enferma, nos aseguró que
seguía tomando sus pastillas, pero la relación entre la trombosis de prótesis
endovasculares y el abandono del tratamiento es tan alta que, ante nuestra
insistencia, terminó por reconocer que lo había dejado dos meses atrás. La
situación es muy sencilla: no tiene trabajo, cobra exclusivamente los
cuatrocientos euros de la ayuda extraordinaria para desempleados y el
tratamiento le costaba más de cien euros mensuales. Tiene mujer, sin empleo, y
un hijo pequeño.
“O comemos, o tomo las pastillas”.
Allí mismo, este hombre se puso a llorar. Lágrimas silenciosas, sin
aspavientos. Lloraba de miedo ante la proximidad de la muerte o de algo peor;
pero, sobre todo, lloraba de vergüenza, de tener que mentir a su médico porque
no se atreve a reconocer que no tiene suficiente para pagar el tratamiento que
éste le receta.
Durante el último año, hemos visto esta misma
situación en repetidas ocasiones. En demasiadas, creo. Nunca antes, en muchos
años de ejercicio profesional, nos habíamos encontrado con algo así. Además, si
todo se redujera al dinero, el gasto sanitario que supone una trombosis
de stent supera en muchas,
muchas veces el gasto farmacéutico del tratamiento complementario.
No es él quien tiene que llorar de vergüenza. No lo es.