Mediante la enfermedad, conversamos con nosotros- mismos, tomamos nuestro cuerpo como testigo: el dolor, la lesión son el exacto reflejo de las emociones que sentimos. El sentimiento se transforma en sensación: esto nos provoca irritaciones, nos corroe, es un dolor sordo; pero ¿qué es lo que nos provoca irritaciones, nos corroe, y … lo que no oye este dolor?
¿Qué sucede cuando vamos a ver a nuestro médico? El médico nos escucha y apunta “un diagnostico”. A nuestra petición, pone un nombre en lo que experimentamos. Esto lleva un nombre y nos da seguridad, es algo identificado, reconocido, clasificado y eventualmente mensurable. Pero mientras tanto, lo que intentamos decirnos através de esta enfermedad corre el riesgo de pasar por la trampilla… El diagnóstico es un paso necesario pero de doble filo: al poner un nombre sobre la enfermedad, pegándole una etiqueta, corremos el riesgo de protegernos aún más de la pregunta que nos plantea. Es legítimo confiarla a nuestro médico cuyo papel es ayudarnos y curarnos. Pero si abandonamos la responsabilidad de lo que experimentamos, si la enfermedad se vuelve asunto del médico y sólo de él, qué pasa con la pregunta que nos hacemos a través de ella?
Sufrimos en nuestro cuerpo de un sufrimiento del alma.
Porque, al sustituir las palabras por males, perdemos el sentido de lo que queremos decirnos. Nos hablamos usando nuestro cuerpo como de una metáfora, y por lo tanto, lo que así intentamos decirnos se vuelve incomprensible: sufrimos sin saber porqué, como si nos faltase la llave… Y comprender lo que aquí se dice, escuchar su enfermedad como un lenguaje interior, es un primer paso hacía la curación.
Tomamos nuestro cuerpo como testigo y nuestros órganos como una “metáfora” para comunicar nuestro mal – estar.
Extracto del libro: La enfermedad quiere curarme.