Una nueva rama de la ciencia, con su consiguiente tecnología, podría llevar años de desarrollo en algunos laboratorios, rodeados del máximo secreto. Sus aplicaciones podrían transformar radicalmente la sociedad humana y dar paso a una nueva era imprevisible para el poder. Sin embargo, todos los esfuerzos por encubrir este conocimiento serian inútiles, dado que la teoría en la cual se basa implica que los saltos evolutivos son dirigidos por fuerzas interdimensionales que ni siquiera sospechamos.
En junio de 2000, el Dr. Lijun Wang, de la universidad de Princeton, consiguió superar la velocidad de la luz acelerando un pulso de radiación láser. El resultado del experimento cuestiona la teoría de la relatividad y parece exigir una nueva física para explicar ciertos fenómenos, precisamente en un momento histórico que muchas tradiciones milenarias coinciden en calificar como el comienzo de una nueva edad de oro.
Imaginemos durante un momento como sería el mundo si la energía que consumimos fuera virtualmente gratuita. Utópico ¿verdad? ¿ Y si fuéramos capaces de gobernar el clima, descomponer y recomponer la estructura fundamental de la materia, dirigir el curso de nuestra propia biología y, en general, dominar y controlar cualquier fuerza de la naturaleza? La consecuencia inmediata que se nos ocurre es que nuestro nivel adquisitivo ascendería hasta niveles considerablemente más altos que los actuales, es más: ese proceso se reproduciría a escala mundial haciendo que la pobreza y el hambre desaparecieran de nuestro planeta. En esta situación, no cabe duda de que nuestra especie se vería libre de todas las servidumbres. Viviríamos en un mundo donde no sería necesario trabajar, en el cual cada persona podría encaminar su vida y su talento por los senderos que estimase más oportuno.
Ahora, imaginemos que, por algún acontecimiento cósmico, el ser humano alcanzara estas capacidades, no por méritos propios, sino porque se viera abocado de forma inevitable a dar el siguiente paso evolutivo en esa dirección y que el experimento del Dr. Wang, que parece haber abierto una grieta en la física relativista, es el primer atisbo público del nuevo conocimiento. Bonita historia. ¿Estaríamos nada menos que ante la utopía soñada por los visionarios de todos los tiempos: el ideal en el cual coinciden las ideologías de todos los signos, aunque discrepen en los medios para crear semejante paraíso. Pues bien todo esto no solo es posible, sino que podría estar empezando a suceder sin que nos enteremos. Indicios recogidos en todo el mundo nos llevan a pensar que nos encontramos en vísperas de conocer el gran secreto: la clave de los mayores enigmas de nuestro mundo y, sobre todo, la fuente de un poder inimaginable.
Para conocer los antecedentes de esta historia debemos remontamos a una época increíblemente remota, decenas de miles de años antes de la aparición de nuestro primeros registros históricos. En aquel tiempo parece haber existido una civilización cuyo recuerdo ha pervivido en las leyendas y mitos de prácticamente la totalidad de los pueblos de la tierra en diversos lugares del globo han sobrevivido vestigios de ella: edificios que se han convertido en una pesadilla para científicos y arqueólogos. No sabemos si sus artífices fueron seres humanos o algo diferente, si eran originarios de nuestro planeta o llegaron aquí como consecuencia de alguna inimaginable peripecia. Lo que suponemos, porque en esto coinciden todas las leyendas que sobre ellos se escribieron, es que eran dueños de conocimientos que les permitían realizar prodigios inaccesibles para nosotros, haciéndoles aparecer como dioses a los ojos de nuestros antepasados. Estos enigmáticos seres no eran dioses, sino tan solo los depositarios de un saber que les otorgaba un poder casi ilimitado comparado con el de nuestros ancestros. Y estamos seguros de que no eran dioses porque, en lo que también coinciden esas leyendas es que ese conocimiento fue la causa de su crepúsculo.
La Atlántida, o como se la quiera llamar, desapareció casi de la noche a la mañana destruida por la insensatez de sus habitantes que, borrachos de soberbia, hicieron mal uso del don que se les había otorgado. Los supervivientes se dispersaron por todo el globo. Con el discurrir de los siglos, la antigua ciencia trasmitida de maestro a discípulo a través de generaciones se fue contaminando de superstición.
Quedaron los ritos, pero la explicación de todo ello se había extraviado hacia mucho tiempo. Así nacieron las ciencias ocultas, la astrología, la alquimia, las disciplinas espirituales y hasta la magia. Sin embargo, es posible que la antigua ciencia no se haya perdido para siempre y ahora mismo estamos en vísperas de adquirir un conocimiento que, en cuanto a compresión del Universo, nos colocaría a la misma altura de aquellos míticos seres a quienes nuestros primitivos antepasados llamaron dioses.
El secreto comienza a dibujarse a partir de una nueva
disciplina (o tal vez no tan nueva) llamada física hiper-dimensional. En 1976
el mundo esperaba expectante las primeras fotografías tomadas por la sonda
espacial Viking. Nadie podía imaginar que esas imágenes enviadas desde millones
de kilómetros de distancia serían las portadoras de secretos demasiados
inquietantes, demasiado desestabilizadores, tanto que la propia NASA podría
haber intentado hacerlos desaparecer. Las imágenes procedentes de la región
conocida como Cydonia mostraban la existencia de un
vasto conjunto de cuerpos de apariencias artificial entre los que destacaba la
bautizada como "esfinge de Marte" una gigantesca cabeza
esculpida en piedra cuyo rostro, orientado hacia el espacio, nos devolvía la
mirada inquisitiva que habíamos dirigido hacia este planeta vecino durante
milenarios.
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A partir de ese momento, personalidades como Richard
Hagland, Vincent Dipietro, Gregory Molenaar o Mark
Carlotto, todos ellos provistos de intachables credenciales científicas,
consagraron sus vidas al estudio de lo que creían podía constituir la primera
prueba material de vida inteligente extraterrestre. Las polémicas imágenes
fueron estudiadas hasta el mínimo detalle, se utilizaron complejos
procedimientos informáticos para analizarlas y se trazaron pormenorizadas
cartografías de la zona con ayuda de los métodos más científicos. Ni la campaña
de desprestigio del caso que llevo a cabo la NASA, recurriendo
a científicos tan populares en su momento como Carl Sagan, fue
suficiente para silenciar las voces que reclamaban un estudio a fondo y oficial
de la región de Cydonia.
Pero sería en 1988 cuando la investigación sobre las anomalías marcianas tomaría un nuevo rumbo de la mano de Erol Torun, cartógrafo y analista de sistemas del servicio cartográfico de la Secretaría de Defensa de EEUU. De las estructuras que se alzan en la llanura de Cydonia, la conocida como pirámide D&M atrajo especialmente su curiosidad. En la esquina sur-suroeste de la "esfinge" exactamente igual a 1/360 del diámetro polar marciano, se encuentra una estructura de un tamaño que resulta difícilmente concebible. La pirámide D&M recibió este nombre como homenaje a sus descubridores, Dipietro y Molenaar. Tiene una altura aproximada de 800 metros y un diámetro de casi 3 kilómetros. Se trata de una pirámide pentagonal, cuyos lados están dispuestos en ángulos de 30 grados. En su construcción se debieron emplear 1,5 kilómetros cúbicos de material y su colocación respecto a los otros objetos de Cydonia dibujan un perfecto triángulo equilátero (Torun), a pesar de sus amplios conocimientos de geomorfología, no conocía ningún mecanismo natural que pudiera explicar la formación de semejante estructura. Fue esto lo que le movió a analizar cuidadosamente su geometría.
A pesar de estar vivamente impresionado por la simetría del objeto, el mismo confeso más tarde que no estaba preparado para lo que iba a encontrar. Codificadas en la estructura de aquel objeto al cual la NASAhabía calificado como "formación natural", descubrió una serie de relaciones matemáticas, constantes y expresiones sumamente específicas y redundantes, cuya probabilidad de que se originaran por azar se encontraba cercana a cero. Números irracionales como "Pi" (la razón de la circunferencia respecto del diámetro del circulo) y otras constantes fundamentales en geometría, aparecían repetidamente, combinados de todas las maneras posibles, tanto en los ángulos como en las relaciones entre estos y sus respectivas funciones trigonometriítas.
Esto, que de por si constituía un asombroso hallazgo,
quedo rápidamente empequeñecido por otro descubrimiento mayor, esas mismas
relaciones matemáticas se repetían con increíble precisión si se trazaba una
serie de líneas que unieran entre si las misteriosas estructuras de la famosa
llanura marciana. Todo formaba parte de un complejo diseño que repetía
insistentemente los mismos números, figuras y ángulos. Estaba claro que aquello
constituía un mensaje dibujado por criaturas inteligentes y expresadas en el lenguaje
más universal que existe: las matemáticas.
Si tantas molestias se tomaron sus constructores,
levantando edificios que hacían palidecer de envidia a las mayores creaciones
del ser humano, algo de suma importancia habrían querido trasmitirnos. La
pregunta era, ¿QUE?. Este enigma inquietaba especialmente a Richard
Hoagland, el principal investigador del tema de Cydonia, que no es ningún
advenedizo en el campo científico, entre otros muchos puestos oficiales ocupo
el cargo de asesor para asuntos especiales de la cadena de televisión
norteamericana CBS para el proyecto Apolo, que puso al hombre en la
Luna. Durante meses, Hoagland trabajó con aquellas líneas
misteriosas, buscándoles un sentido, intentando descifrar su mensaje.
Por fin, un buen día, la verdad apareció súbitamente ante sus ojos. Y, ciertamente, resultaba más increíble que la fantasía más exaltada. En la llanura de Cydonia, a 56 millones de kilómetros de nuestro planeta, olvidados durante miles de años, se encontraban dibujados con absoluta precisión los postulados teóricos básicos de una ciencia olvidada que hizo furor a finales del siglo XIX para, más tarde, caer en el olvido de la ortodoxia científica, que la considero como algo inaceptable: la Física Hiperdimensional.
Basándose en este conocimiento, Hoagland pudo establecer varias predicciones que, al ser comprobadas, resultaron ciertas. Así descubrió que, según los postulados de la física hiperdimensional, existe una importante relación entre el tetraedro (o pirámide) y la esfera donde este poliedro puede ser inscrito. Considerando a los planetas como esfera y colocando el vértice de un imaginario tetraedro en uno de los polos, los otros tres vértices caen a la altura del paralelo 19.5. Pues bien, curiosamente en esa misma localización geográfica es donde se encuentran los mayores focos de inestabilidad de cada planeta: en la tierra este punto coincide con el cinturón volcánico del Pacifico (el volcán Mauna Kea está a 19.6 grados Norte), mientras que el gigantesco monte Olimpo de Marte (el mayor volcán del Sistema Solar) se encuentra a 19.5 grados Sur, y algo similar ocurre en Neptuno, que tiene una mancha similar a la de Júpiter, solo que de color azul, y en el sol, donde la mayor incidencia de las manchas (que son el efecto visible de las erupciones derivadas de la alta actividad) se observa, precisamente, alrededor del paralelo 19.5.