Sólo cinco cadenas de supermercados
(Carrefour, Mercadona, Eroski, Alcampo y El Corte Inglés) acaparan el 55% de
los alimentos que compran los españoles y, si sumamos a las dos principales
centrales de compra mayoristas, esa cifra alcanza el 75%. Una dinámica parecida
se aprecia en Europa: el caso extremo es Suecia, donde tres cadenas de
supermercados controlan el 95% de la cuota de mercado. Frente a esta realidad,
el comercio local tradicional lucha apenas por sobrevivir: en 1998 había 95.000
tiendas en España; en 2004, apenas 25.000.
Las corporaciones multinacionales se
han convertido en un actor fundamental del sistema capitalista en su fase de la
globalización tanto en la producción como en la distribución de las mercancías.
En 2007, la empresa más grande del mundo en volumen de ventas, según la lista
Fortune Global 500, fue la multinacional estadounidense de distribución
Wal-Mart; en la lista de las cien primeras estaban también Carrefour (número 33
del ranking), Tesco (51) y Kroger (87).
La fantasía del “oasis
de libertad” del consumidor que generan estantes cargados de coloridos paquetes
de distintas formas y tamaños oculta la realidad de que nuestras opciones cada
vez son más limitadas: casi todos esos productos son elaborados por un pequeño
grupo de grandes multinacionales,
y se venden en un puñado de cadenas de hipermercados o de tiendas de descuento
que pertenecen al mismo grupo.
Es la llamada teoría
del embudo: de un lado hay millones de consumidores; de otro, miles de productores; y en
el medio, unas pocas cadenas de distribución que marcan las reglas del juego,
pagan precios bajos a los productores y privilegian en sus estantes productos
industrializados y poco saludables y alimentos “kilométricos”
o “viajeros”, que vienen de la otra esquina del mundo. La consecuencia más
evidente es la desigualdad de fuerzas de los productores de alimentos a la hora
de colocar sus productos: según un cálculo de 2007 de la Coordinadora de
Organizaciones de Agricultores (Coag),
la diferencia media entre el precio que se paga a los productores de alimentos
y el que paga el consumidor final ronda el 390%. Se estima que más del 60% del
beneficio va a parar a los distribuidores.
Pero la regla del
máximo beneficio se aplica también en el interior de estas grandes cadenas, a
sus trabajadores. Esther Vivas asegura que los empleados de estas corporaciones
“están sometidos a una estricta organización laboral neotaylorista
caracterizada por ritmos de trabajo intensos, tareas repetitivas y rutinarias y
con poca autonomía de decisión” y, cada vez más, los grandes hipermercados
apuestan por el empleo precario y temporal, con horarios atípicos que incluyen
los fines de semana e imposibilitan la conciliación de la vida laboral con la
social y laboral. En algunos de estos centros, según la autora, “se lleva a
cabo una política antisindical” a través de “prácticas ilegales” que dificultan
el derecho a reunión y la creación de sindicatos.
Explotación laboral,
precios irrisorios a los productores,
contaminación por transporte de los “alimentos kilométricos”.
Todo ello “permite” que lleguen a las estanterías de los hipermercados
productos mucho más baratos que los del tradicional comercio de proximidad.
El sociólogo Christian
Topalov, en su obra La urbanización capitalista sostuvo hace 35 años que al
menos una parte del dinero que supuestamente ahorramos en el precio del
producto lo gastamos en combustible y en tiempo. Y en calidad de vida, aunque
eso sea más difícil de cuantificar en euros.
Los grandes supermercados suponen,
añade Topalov, un retroceso en la división social del trabajo: antes los
pequeños comerciantes se ocupaban de transportar las mercancías hasta muy cerca
de nuestra vivienda; ahora, ese trabajo lo realiza el propio consumidor, que
debe desplazarse una cierta distancia, y con frecuencia necesita forzosamente
el automóvil para ello. El hecho de que ahora hagamos los consumidores algo que
antes hacían los minoristas supone que, considerando a la sociedad en su
conjunto, la distribución de las mercancías requiere más tiempo de trabajo y
también implica más gasto en transporte y más contaminación.
Desde las promociones
3×2 a la disposición de los estantes, cada detalle está orientado a hacernos comprar
más productos de los que necesitamos, y a menudo, a adquirir alimentos industrializados
y poco saludables. El capital sale ganando, pero, ¿y nosotros? Seguramente no,
y cada vez más consumidores comienzan a entenderlo y a buscar alternativas,
como la creación de grupos de consumo y la compra directa a cooperativas y
pequeños productores.
Ecoportal.net
Centro de
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