miércoles, 10 de junio de 2015

NOTICIAS SOBRE JESÚS Publicado por EL ARCA DE LOS DIOSES el 9 junio, 2015


Hay quien dice que la mayor amenaza para la Iglesia no procede del comunismo, ni del ateísmo, ni siquiera de las asechanzas de Satanás; que los propios teólogos son mucho más peligrosos. La doctrina de la Iglesia está establecida, pero los teólogos siguen pensando.

Hay quien dice que la mayor amenaza para la Iglesia no procede del comunismo, ni del ateísmo, ni siquiera de las asechanzas de Satanás; que los propios teólogos son mucho más peligrosos. La doctrina de la Iglesia está establecida, pero los teólogos siguen pensando. Y a eso se unen los descubrimientos arqueológicos, los avances médicos, históricos y filológicos… que hacen que la vieja doctrina tiemble. Jesús el Nazareno sigue siendo uno de los personajes más controvertidos de la historia. Se sigue investigando y reflexionando sobre él. Aparecen multitud de libros con ideas nuevas y con descubrimientos más o menos serios. El Nazareno “vende” hoy casi más que nunca, como bien saben los novelistas del género histórico. La ciencia y la teología aportan hoy sobre la figura de Jesús luces nuevas que iluminarán a muchos, cegarán a otros y molestarán profundamente a otros más. Aquí están las últimas de esas luces, las últimas respuestas a algunas de las preguntas más viejas de la humanidad.
¿Pero hubo alguna vez algún Jesús?
Los últimos datos sobre la vieja controversia despejan las dudas sobre su existencia.
Hace apenas un par de décadas, era casi una moda “negar la mayor”, como se dice en Lógica; esto es, cuestionar la existencia histórica del personaje mismo. Los no cristianos y los cristianos más suspicaces mantenían en sus libros y discursos que Jesús era, en realidad, un personaje de fábula inventado por el genial San Pablo, que es –nadie serio discute esto hoy– el verdadero forjador del Cristianismo.
Pero no es verdad. Hoy es incuestionable la existencia histórica de un hombre llamado Jesús el Nazareno. Para comprobarlo hay que ir, desde luego, a fuentes independientes: los historiadores antiguos no cristianos. El primero, y sin duda el que peor suerte tuvo, fue el judío Flavio Josefo, quien, en el capítulo XVIII de sus Antigüedades judías, dedica un parrafito, muy pocas palabras, a Jesús. Venía a decir que hubo alguien llamado así, que tenía fama de virtuoso y que muchos, tanto judíos como griegos, le siguieron; que no lo olvidaron tras su muerte, que siguieron amándolo y que la “tribu de los cristianos” no había desaparecido cuando él escribía, entre los años 90 y 100.
El “arreglo”
La mala suerte de Josefo consistió en que, con el correr de los siglos, uno o varios cristianos “metieron la pluma” en su escueta noticia y añadieron cosas que el autor ni escribió ni podía haber pensado siquiera. Hay cuatro versiones distintas, pero suele atribuirse la más famosa manipulación a Eusebio, obispo de Cesarea (Palestina) entre los siglos III y IV y personaje notable en el trascendental Concilio de Nicea (año 325). El caso es que el arreglo convierte a Jesús en un hacedor de milagros, lo llama el Mesías, le hace resucitar, le transforma en cumplidor de antiguas profecías… Lo que se dice una versión políticamente correcta que la Iglesia sigue considerando hoy auténtica y verdadera.
Pero el de Josefo no es el único testimonio independiente sobre Jesús. En el siglo I, habla de él el romano Cayo Veleyo Patérculo. Se refieren a él, más tarde, Tácito, Suetonio, Luciano de Samosata, Plinio el Joven, Dión Casio y el tardío Talmud de Babilonia, un texto judío que no tiene desperdicio: “Ejecutaron a Jesús de Nazaret la vigilia de Pascua, porque practicaba la brujería y engañaba y descarriaba a Israel”…
Huesos
En los últimos años, los arqueólogos han hallado dos osarios (uno de ellos el del sumo sacerdote José Caifás) con inscripciones que le aluden. Así que no caben dudas razonables. Sí existió Jesús el Nazareno. Según Armand Puig i Tàrrech, director del Institut de Ciències Religioses Sant Fructuós, de Tarragona, nació entre el 1 de octubre del año 7 y el 30 de septiembre del año 6 (ambos antes de Cristo) y murió el 7 de abril del 30 d.C. Y era, con toda probabilidad, un judío medianamente culto en una Palestina convulsa, en la que abundaban las revueltas armadas (sólo durante su vida se produjeron diez) y en la que proliferaban las banderías de cariz político o religioso: saduceos, fariseos, esenios, herodianos, bautistas, zelotes… Pero que no era un pueblo de pastores analfabetos: estaba mucho más helenizado de lo que suele creerse. Por ejemplo: ¿en qué idioma se produjo el famosísimo diálogo entre Jesús y Poncio Pilatos? Éste no hablaba hebreo ni arameo, y Jesús no podía conocer el latín. Así que, con toda probabilidad, hablaron en griego, lengua en la que es fácil que ambos se defendieran.
Padre, madre hermanos, ‘primos’…
El nacimiento y la numerosa familia de Jesús.
La fe católica enseña que María, casada con José, concibió a Jesús “por obra y gracia del Espíritu Santo”, y que era y siguió siendo virgen tanto después de la fecundación como del parto. Esto, que contradice todo lo que los seres humanos sabemos desde siempre sobre el nacimiento de los niños, ha obligado a los pintores, durante siglos, a intentar soluciones gráficas muchas veces asombrosas. Desde la “concepción por la oreja”, en la cual la Divina Paloma envía a ese órgano de María un rayo de luz milagrosa, hasta el desairadísimo papel de San José: El Bosco lo pintaba haciendo pis al final de un callejón mientras los Reyes Magos adoraban al Niño. Como explica el profesor Lluís Busquets Grabulosa, licenciado en Teología por la Gregoriana de Roma, en su libro Última noticia de Jesús el Nazareno (Ed. Destino, 2007), todo eso no es ninguna novedad. La fertilización divina de una virgen abunda en las mitologías de China, Japón, Grecia, Egipto o la India. Buda, Krishna, Confucio y Laotzé han sido mitificados como hijos de una virgen, y algunos antiguos padres eclesiásticos, como Jerónimo, Clemente de Alejandría, o Crisóstomo, lo sabían. Busquets, creyente como es, trata de explicar el misterio –y las contradicciones de los Evangelios– eligiendo la más verosímil de entre varias posibilidades, teniendo en cuenta siempre cómo eran entonces las leyes y costumbres de Palestina: José y María mantienen relaciones y, cuando ella queda encinta, él decide casarse y reconocer al niño. El signifi cado trascendental de ese hecho tan humano lo pone la fe. ¿Tuvo hermanos Jesús? Parece evidente que sí. No sólo Flavio Josefo habla de su “hermano” Santiago sino que, en los mismos Hechos de los Apóstoles se les menciona. El ilustre Daniel-Rops, profesor francés ya fallecido y profundamente católico, arguye en su libro Jesús en su tiempo (Ed. Palabra, 2000) que el mismo término servía entonces para designar a hermanos y a primos. Busquets dice que eso no es verdad y explica, con Puig i Tàrrech y muchos más, que la realidad era mucho más simple: María era sin duda virgen antes de conocer a José, pero él… José, según esos autores, era viudo. De su primera esposa nacieron cuatro hijos –Santiago, José, Judas y Simón– y dos hijas de nombre también desconocido. Así pues, el tantas veces mencionado Santiago era hermano, mejor dicho hermanastro, de Jesús. Y cuidado: no hay que confundir a éste con ninguno de los dos Santiagos apóstoles: ni con el Menor, hijo de María y Alfeo, ni con el Mayor, hijo del Zebedeo, que es aquel cuyo cuerpo se venera en Compostela… aunque fuera mandado ejecutar por Agripa en Jerusalén, entre los años 43 y 44.
Cuántos evangelistas vieron a Jesús
Cuatro testigos de lo que oyeron y no vieron.
Si el lector pregunta entre sus amigos quiénes eran los Apóstoles, es probable que nadie sepa darle la lista completa. Es más, mucha gente culta piensa que los cuatro evangelistas eran de los Doce. Evangelios hay muchos. Y siguen apareciendo más, como el interesante gnóstico de Judas, un antiquísimo texto copto que volvió a la luz en 2001. Pero sólo cuatro –Mateo, Marcos, Lucas y Juan– fueron adoptados como canónicos por la Iglesia. Eso fue, mediante métodos muy curiosos, en el Concilio de Nicea, cuando la Iglesia hizo las paces con el emperador Constantino y se asoció al poder político. Que sólo se escogiesen cuatro dejó fuera de la ortodoxia canónica (pero no de la tradición de la Iglesia) historias como casi todas las que constituyen la Navidad, entre ellas la mula y el buey del portal de Belén. Todo eso está en los evangelios apócrifos, o sea, no reconocidos oficialmente. Aunque tampoco está hoy nada claro que Jesús naciese en Belén… Los estudios filológicos e históricos más recientes no dejan lugar a demasiadas dudas. Ninguno de los cuatro evangelistas vio a Jesús con sus ojos. Todos recurrieron a fuentes orales, lo cual no tiene nada de extraño porque esa era la manera común de transmitir la historia en aquellos tiempos. Y los cuatro beben de diferentes fuentes. El primero, según hoy se sabe, es el de Marcos, que lo escribe sobre el año 70 (cuatro décadas después de la muerte de Cristo). El evangelista Mateo no es el apóstol Mateo, según aseguran la mayoría de los especialistas actuales, católicos o no (ver ensayo de Marian Leske en el Comentario Bíblico Internacional, pág. 1.141). Era “un cristiano de fines del siglo I que no conoció a Jesús”, como explica La Biblia cultural, y que, sin la más leve sombra de duda, copió a Marcos ¡frases enteras!, lo corrigió y lo aumentó, y se empeñó en demostrar que Jesús provenía del linaje del rey David, para lo cual hubo de retorcerle el pescuezo a la historia más de una vez y meter en el árbol genealógico del Redentor a señoras muy poco recomendables. Con eso se hizo un lío que Lucas, el tercer evangelista en orden cronológico, contribuyó notablemente a empeorar. Lucas, a quien hoy se tiene por redactor de los Hechos de los Apóstoles, era un judío de Antioquía, muy helenizado, compañero de Pablo de Tarso en varios de sus viajes. James D. Tabor, jefe de Estudios Religiosos de la Universidad de Carolina del Norte, considera los Hechos como un texto claramente infl uido por Pablo y destinado a engrandecerle (La dinastía de Jesús, Planeta, 2006). Y el último evangelista, Juan, no es tampoco el apóstol. En realidad hay –dice Busquets– tres Juanes. El primero, el hijo del Zebedeo y hermano de Santiago el Mayor, apóstol. El segundo, Juan el Sacerdote, bien pudiera ser el auténtico “discípulo amado”, y secreto, de Jesús. Se le atribuye el Apocalipsis. Sus memorias fueron conocidas por el tercer Juan El Viejo, que escribió el cuarto Evangelio canónico… más o menos en el primer tercio del siglo II. El más hermoso.
¿Dioses, muertos y tumbas?
Del misterioso entierro de Jesús a los cuentos sobre sepulcros, griales y descendencia.
La clave del dogma católico, su irresistible mensaje de esperanza, se basa de nuevo en algo inexplicable: la muerte de Jesús en la cruz y su resurrección, su vuelta a la vida física. La muerte significa la redención, el sacrificio del Hijo de Dios para lavar los pecados de los hombres. La resurrección significa el triunfo de la vida –y vida eterna– sobre la muerte. Pero ¿de verdad murió Jesús en la cruz? Ahí la ciencia médica entra en colisión directa con el corazón mismo del dogma. Hay quien, siguiendo con atención el relato evangélico, piensa que Jesús no llegó a morir: que fue descolgado del tormento en un estado comatoso del que luego se recuperó. Eso piensan investigadores más o menos serios, como Michael Baigent, Richard Leigh y, sobre todo, Henry Lincoln en su libro Holy Blood, Holy Grail. Pero también hay quien ha escrito la solemne tontería, por supuesto imposible de comprobar, de que sobrevivió y se fue a vivir con María Magdalena al sur de Francia; de ahí la descendencia biológica de Jesús, el linaje de los reyes merovingios y todos los cuentos que uno se quiera tragar hasta llegar al Código Da Vinci, de Dan Brown, que ha proporcionado a su autor sin duda más dinero que el que habría obtenido si de verdad hubiese hallado el Santo Grial y lo hubiera hecho subastar en Sotheby’s. Lo más probable es que Jesús sí muriese en la cruz. Pero no está tan claro qué se hizo con el cuerpo. Muchos historiadores y biblistas (el ya mencionado profesor James D. Tabor, por ejemplo) están convencidos de que la historia de José de Arimatea con su “sepulcro nuevo” es pura fábula, y que la tumba que “encontró” la fantasiosa Santa Elena, madre del emperador Constantino (no se olvide: el factótum del decisivo Concilio de Nicea), era en realidad la de Juan Hircano, un caudillo macabeo del siglo II. Elena, además, aseguró que había encontrado la cruz del suplicio, la Vera Cruz, en un lugar que, si hay que fiarse de los historiadores antiguos, había sido explanado un siglo después de los hechos y sobre el que se habían construido diversos edificios, lo cual vuelve completamente inverosímiles los numerosos fragmentos del Lignum Crucis que se veneran en el mundo. Es posible que el cuerpo de Jesús escapase, gracias a su familia y a sus seguidores, a la costumbre de la época: arrojar a los supliciados a una fosa común. Pero si no fue así, como dice Tabor, “los cadáveres no resucitan si se ha producido la muerte clínica (…) Por tanto, si el sepulcro estaba vacío, la conclusión histórica no tiene vuelta de hoja: alguien lo trasladó y probablemente lo inhumó en otro sitio”. Sí, pero ¿dónde? Ahí comienza el baile de los descubridores de tumbas. Palestina es, entre otras cosas, una gigantesca necrópolis plagada de tumbas de todas las épocas. Son decenas de miles las que se han encontrado. En el tiempo del Nazareno, era habitual que el enterramiento definitivo se llevase a cabo en un osario, esto es, una arqueta de piedra en la que se depositaban los huesos. La arqueta solía llevar una inscripción con el nombre del difunto. Cada cierto número de años, y últimamente aun de meses, aparece alguien que encuentra grupos de osarios con nombres muy sugerentes: María, Lázaro, Simón, Iacob (o sea Santiago)… y rara vez falta un “Yeshua”, o sea Jesús. El último descubridor de la tumba de Cristo fue nada menos que el cineasta James Cameron, el director de Titanic. Nadie parece reparar en que los nombres de pila, en la Palestina de entonces, se repetían casi con tanta pertinacia como en la novela Cien años de soledad, de García Márquez, y así es sorprendente, pero no es demasiado raro, encontrar un osario que contiene los restos de Simon bar Jona (el nombre exacto del apóstol Pedro). Sostener que, por el nombre escrito en la arqueta, ésa es la tumba de Pedro, tiene tanta verosimilitud como mantener que está enterrado bajo el baldaquino de Bernini en el Vaticano, en una tumba en la que se han hallado restos de numerosas personas, entre ellas varios niños. Pero así lo quiere la Iglesia y así lo proclamó el ya moribundo Pablo VI en 1978. El profesor Tabor ha estado numerosas veces en Palestina con sus alumnos y con otros arqueólogos. También él halló, en junio de 2000, un osario con la inscripción Santiago, hermano de Jesús.
El ADN de Cristo
El carbono 14 confirmó que se trataba de una tumba del siglo I. Si de verdad se tratase del hermanastro del Redentor (Santiago, o sea, uno de los hijos del primer matrimonio de José), hoy podríamos tener el ADN de Cristo. Eso serviría para desmontar con rapidez las fábulas mediáticas de los “descubridores de tumbas”. Pero, perdidas en una maraña de permisos, aplazamientos y dificultades de todo género, las investigaciones no han concluido. El ya fallecido profesor David Flusser, judío, una verdadera eminencia en judaísmo antiguo y cristianismo primitivo, sostenía que ningún descubrimiento “puede ser perjudicial para el cristianismo. Lo único que podría representar un peligro para esa religión sería hallar una tumba con el sarcófago o el osario de Jesús que contuviera sus huesos. Si se diera esa circunstancia, espero que no sea en territorio del Estado de Israel…”.