Hay quien dice que la
mayor amenaza para la Iglesia no procede del comunismo, ni del ateísmo, ni
siquiera de las asechanzas de Satanás; que los propios teólogos son mucho más
peligrosos. La doctrina de la Iglesia está establecida, pero los teólogos siguen
pensando.
Hay quien dice que la
mayor amenaza para la Iglesia no procede del comunismo, ni del ateísmo, ni
siquiera de las asechanzas de Satanás; que los propios teólogos son mucho más
peligrosos. La doctrina de la Iglesia está establecida, pero los teólogos
siguen pensando. Y a eso se unen los descubrimientos arqueológicos, los avances
médicos, históricos y filológicos… que hacen que la vieja doctrina tiemble.
Jesús el Nazareno sigue siendo uno de los personajes más controvertidos de la
historia. Se sigue investigando y reflexionando sobre él. Aparecen multitud de
libros con ideas nuevas y con descubrimientos más o menos serios. El Nazareno
“vende” hoy casi más que nunca, como bien saben los novelistas del género
histórico. La ciencia y la teología aportan hoy sobre la figura de Jesús luces
nuevas que iluminarán a muchos, cegarán a otros y molestarán profundamente a
otros más. Aquí están las últimas de esas luces, las últimas respuestas a
algunas de las preguntas más viejas de la humanidad.
¿Pero
hubo alguna vez algún Jesús?
Los
últimos datos sobre la vieja controversia despejan las dudas sobre su
existencia.
Hace apenas un par de
décadas, era casi una moda “negar la mayor”, como se dice en Lógica; esto es,
cuestionar la existencia histórica del personaje mismo. Los no cristianos y los
cristianos más suspicaces mantenían en sus libros y discursos que Jesús era, en
realidad, un personaje de fábula inventado por el genial San Pablo, que es
–nadie serio discute esto hoy– el verdadero forjador del Cristianismo.
Pero no es verdad. Hoy es incuestionable la existencia histórica de un
hombre llamado Jesús el Nazareno. Para comprobarlo hay que ir, desde luego, a
fuentes independientes: los historiadores antiguos no cristianos. El primero, y
sin duda el que peor suerte tuvo, fue el judío Flavio Josefo, quien, en el
capítulo XVIII de sus Antigüedades
judías, dedica un parrafito, muy pocas palabras, a Jesús. Venía a decir
que hubo alguien llamado así, que tenía fama de virtuoso y que muchos, tanto
judíos como griegos, le siguieron; que no lo olvidaron tras su muerte, que
siguieron amándolo y que la “tribu de los cristianos” no había desaparecido
cuando él escribía, entre los años 90 y 100.
El
“arreglo”
La mala suerte de Josefo consistió en que, con el correr de los siglos, uno
o varios cristianos “metieron la pluma” en su escueta noticia y añadieron cosas
que el autor ni escribió ni podía haber pensado siquiera. Hay cuatro versiones
distintas, pero suele atribuirse la más famosa manipulación a Eusebio, obispo
de Cesarea (Palestina) entre los siglos III y IV y personaje notable en el
trascendental Concilio de Nicea (año 325). El caso es que el arreglo convierte a Jesús
en un hacedor de milagros, lo llama el Mesías, le hace resucitar, le transforma
en cumplidor de antiguas profecías… Lo que se dice una versión políticamente correcta que
la Iglesia sigue considerando hoy auténtica y verdadera.
Pero el de Josefo no
es el único testimonio independiente sobre Jesús. En el siglo I, habla de él el
romano Cayo Veleyo Patérculo. Se refieren a él, más tarde, Tácito, Suetonio,
Luciano de Samosata, Plinio el Joven, Dión Casio y el tardío Talmud de
Babilonia, un texto judío que no tiene desperdicio: “Ejecutaron a Jesús de
Nazaret la vigilia de Pascua, porque practicaba la brujería y engañaba y
descarriaba a Israel”…
Huesos
En los últimos años,
los arqueólogos han hallado dos osarios (uno de ellos el del sumo sacerdote
José Caifás) con inscripciones que le aluden. Así que no caben dudas
razonables. Sí existió Jesús el Nazareno. Según Armand Puig i Tàrrech, director
del Institut de Ciències Religioses Sant Fructuós, de Tarragona, nació entre el
1 de octubre del año 7 y el 30 de septiembre del año 6 (ambos antes de Cristo)
y murió el 7 de abril del 30 d.C. Y era, con toda probabilidad, un judío
medianamente culto en una Palestina convulsa, en la que abundaban las revueltas
armadas (sólo durante su vida se produjeron diez) y en la que proliferaban las
banderías de cariz político o religioso: saduceos, fariseos, esenios,
herodianos, bautistas, zelotes… Pero que no era un pueblo de pastores
analfabetos: estaba mucho más helenizado de lo que suele creerse. Por ejemplo:
¿en qué idioma se produjo el famosísimo diálogo entre Jesús y Poncio Pilatos?
Éste no hablaba hebreo ni arameo, y Jesús no podía conocer el latín. Así que,
con toda probabilidad, hablaron en griego, lengua en la que es fácil que ambos
se defendieran.
Padre,
madre hermanos, ‘primos’…
El
nacimiento y la numerosa familia de Jesús.
La fe católica enseña
que María, casada con José, concibió a Jesús “por obra y gracia del Espíritu
Santo”, y que era y siguió siendo virgen tanto después de la fecundación como
del parto. Esto, que contradice todo lo que los seres humanos sabemos desde
siempre sobre el nacimiento de los niños, ha obligado a los pintores, durante
siglos, a intentar soluciones gráficas muchas veces asombrosas. Desde la
“concepción por la oreja”, en la cual la Divina Paloma envía a ese órgano de
María un rayo de luz milagrosa, hasta el desairadísimo papel de San José: El
Bosco lo pintaba haciendo pis al final de un callejón mientras los Reyes Magos
adoraban al Niño. Como explica el profesor Lluís Busquets Grabulosa, licenciado
en Teología por la Gregoriana de Roma, en su libro Última noticia de Jesús el
Nazareno (Ed. Destino, 2007), todo eso no es ninguna novedad. La fertilización
divina de una virgen abunda en las mitologías de China, Japón, Grecia, Egipto o
la India. Buda, Krishna, Confucio y Laotzé han sido mitificados como hijos de
una virgen, y algunos antiguos padres eclesiásticos, como Jerónimo, Clemente de
Alejandría, o Crisóstomo, lo sabían. Busquets, creyente como es, trata de explicar el misterio –y las contradicciones de los Evangelios– eligiendo la más
verosímil de entre varias posibilidades, teniendo en cuenta siempre cómo eran
entonces las leyes y costumbres de Palestina: José y María mantienen relaciones
y, cuando ella queda encinta, él decide casarse y reconocer al niño. El signifi
cado trascendental de ese hecho tan humano lo pone la fe. ¿Tuvo hermanos Jesús?
Parece evidente que sí. No sólo Flavio Josefo habla de su “hermano” Santiago
sino que, en los mismos Hechos de los Apóstoles se les menciona. El ilustre
Daniel-Rops, profesor francés ya fallecido y profundamente católico, arguye en
su libro Jesús en su tiempo (Ed. Palabra, 2000) que el mismo término servía
entonces para designar a hermanos y a primos. Busquets dice que eso no es
verdad y explica, con Puig i Tàrrech y muchos más, que la realidad era mucho
más simple: María era sin duda virgen antes de conocer a José, pero él… José, según
esos autores, era viudo. De su primera esposa nacieron cuatro hijos –Santiago,
José, Judas y Simón– y dos hijas de nombre también desconocido. Así pues, el
tantas veces mencionado Santiago era hermano, mejor dicho hermanastro, de
Jesús. Y cuidado: no hay que confundir a éste con ninguno de los dos Santiagos
apóstoles: ni con el Menor, hijo de María y Alfeo, ni con el Mayor, hijo del
Zebedeo, que es aquel cuyo cuerpo se venera en Compostela… aunque fuera mandado
ejecutar por Agripa en Jerusalén, entre los años 43 y 44.
Cuántos
evangelistas vieron a Jesús
Cuatro
testigos de lo que oyeron y no vieron.
Si el lector pregunta
entre sus amigos quiénes eran los Apóstoles, es probable que nadie sepa darle
la lista completa. Es más, mucha gente culta piensa que los cuatro evangelistas
eran de los Doce. Evangelios hay muchos. Y siguen apareciendo más, como el interesante
gnóstico de Judas, un antiquísimo texto copto que volvió a la luz en 2001. Pero
sólo cuatro –Mateo, Marcos, Lucas y Juan– fueron adoptados como canónicos por
la Iglesia. Eso fue, mediante métodos muy curiosos, en el Concilio de Nicea,
cuando la Iglesia hizo las paces con el emperador Constantino y se asoció al
poder político. Que sólo se escogiesen cuatro dejó fuera de la ortodoxia
canónica (pero no de la tradición de la Iglesia) historias como casi todas las
que constituyen la Navidad, entre ellas la mula y el buey del portal de Belén.
Todo eso está en los evangelios apócrifos, o sea, no reconocidos oficialmente.
Aunque tampoco está hoy nada claro que Jesús naciese en Belén… Los estudios filológicos e históricos más recientes no dejan lugar a demasiadas dudas. Ninguno
de los cuatro evangelistas vio a Jesús con sus ojos. Todos recurrieron a
fuentes orales, lo cual no tiene nada de extraño porque esa era la manera común
de transmitir la historia en aquellos tiempos. Y los cuatro beben de diferentes
fuentes. El primero, según hoy se sabe, es el de Marcos, que lo escribe sobre
el año 70 (cuatro décadas después de la muerte de Cristo). El evangelista Mateo
no es el apóstol Mateo, según aseguran la mayoría de los especialistas
actuales, católicos o no (ver ensayo de Marian Leske en el Comentario Bíblico
Internacional, pág. 1.141). Era “un cristiano de fines del siglo I que no
conoció a Jesús”, como explica La Biblia cultural, y que, sin la más leve
sombra de duda, copió a Marcos ¡frases enteras!, lo corrigió y lo aumentó, y se
empeñó en demostrar que Jesús provenía del linaje del rey David, para lo cual
hubo de retorcerle el pescuezo a la historia más de una vez y meter en el árbol
genealógico del Redentor a señoras muy poco recomendables. Con eso se hizo un
lío que Lucas, el tercer evangelista en orden cronológico, contribuyó
notablemente a empeorar. Lucas, a quien hoy se tiene por redactor de los Hechos
de los Apóstoles, era un judío de Antioquía, muy helenizado, compañero de Pablo
de Tarso en varios de sus viajes. James D. Tabor, jefe de Estudios Religiosos
de la Universidad de Carolina del Norte, considera los Hechos como un texto
claramente infl uido por Pablo y destinado a engrandecerle (La dinastía de
Jesús, Planeta, 2006). Y el último evangelista, Juan, no es tampoco el apóstol.
En realidad hay –dice Busquets– tres Juanes. El primero, el hijo del Zebedeo y
hermano de Santiago el Mayor, apóstol. El segundo, Juan el Sacerdote, bien
pudiera ser el auténtico “discípulo amado”, y secreto, de Jesús. Se le atribuye
el Apocalipsis. Sus memorias fueron conocidas por el tercer Juan El Viejo, que
escribió el cuarto Evangelio canónico… más o menos en el primer tercio del
siglo II. El más hermoso.
¿Dioses,
muertos y tumbas?
Del
misterioso entierro de Jesús a los cuentos sobre sepulcros, griales y
descendencia.
La clave del dogma
católico, su irresistible mensaje de esperanza, se basa de nuevo en algo
inexplicable: la muerte de Jesús en la cruz y su resurrección, su vuelta a la
vida física. La muerte significa la redención, el sacrificio del Hijo de Dios
para lavar los pecados de los hombres. La resurrección significa el triunfo de
la vida –y vida eterna– sobre la muerte. Pero ¿de verdad murió Jesús en la
cruz? Ahí la ciencia médica entra en colisión directa con el corazón mismo del
dogma. Hay quien, siguiendo con atención el relato evangélico, piensa que Jesús
no llegó a morir: que fue descolgado del tormento en un estado comatoso del que
luego se recuperó. Eso piensan investigadores más o menos serios, como Michael
Baigent, Richard Leigh y, sobre todo, Henry Lincoln en su libro Holy Blood,
Holy Grail. Pero también hay quien ha escrito la solemne tontería, por supuesto
imposible de comprobar, de que sobrevivió y se fue a vivir con María Magdalena
al sur de Francia; de ahí la descendencia biológica de Jesús, el linaje de los
reyes merovingios y todos los cuentos que uno se quiera tragar hasta llegar al
Código Da Vinci, de Dan Brown, que ha proporcionado a su autor sin duda más
dinero que el que habría obtenido si de verdad hubiese hallado el Santo Grial y
lo hubiera hecho subastar en Sotheby’s. Lo más probable es que Jesús sí muriese
en la cruz. Pero no está tan claro qué se hizo con el cuerpo. Muchos
historiadores y biblistas (el ya mencionado profesor James D. Tabor, por
ejemplo) están convencidos de que la historia de José de Arimatea con su
“sepulcro nuevo” es pura fábula, y que la tumba que “encontró” la fantasiosa
Santa Elena, madre del emperador Constantino (no se olvide: el factótum del
decisivo Concilio de Nicea), era en realidad la de Juan Hircano, un caudillo
macabeo del siglo II. Elena, además, aseguró que había encontrado la cruz del
suplicio, la Vera Cruz, en un lugar que, si hay que fiarse de los
historiadores antiguos, había sido explanado un siglo después de los hechos y
sobre el que se habían construido diversos edificios, lo cual vuelve
completamente inverosímiles los numerosos fragmentos del Lignum Crucis que se
veneran en el mundo. Es posible que el cuerpo de Jesús escapase, gracias a su
familia y a sus seguidores, a la costumbre de la época: arrojar a los
supliciados a una fosa común. Pero si no fue así, como dice Tabor, “los
cadáveres no resucitan si se ha producido la muerte clínica (…) Por tanto, si
el sepulcro estaba vacío, la conclusión histórica no tiene vuelta de hoja:
alguien lo trasladó y probablemente lo inhumó en otro sitio”. Sí, pero ¿dónde?
Ahí comienza el baile de los descubridores de tumbas. Palestina es, entre otras
cosas, una gigantesca necrópolis plagada de tumbas de todas las épocas. Son
decenas de miles las que se han encontrado. En el tiempo del Nazareno, era
habitual que el enterramiento definitivo se llevase a cabo en un osario, esto
es, una arqueta de piedra en la que se depositaban los huesos. La arqueta solía
llevar una inscripción con el nombre del difunto. Cada cierto número de años, y
últimamente aun de meses, aparece alguien que encuentra grupos de osarios con
nombres muy sugerentes: María, Lázaro, Simón, Iacob (o sea Santiago)… y rara
vez falta un “Yeshua”, o sea Jesús. El último descubridor de la tumba de Cristo
fue nada menos que el cineasta James Cameron, el director de Titanic. Nadie
parece reparar en que los nombres de pila, en la Palestina de entonces, se
repetían casi con tanta pertinacia como en la novela Cien años de soledad, de
García Márquez, y así es sorprendente, pero no es demasiado raro, encontrar un
osario que contiene los restos de Simon bar Jona (el nombre exacto del apóstol
Pedro). Sostener que, por el nombre escrito en la arqueta, ésa es la tumba de
Pedro, tiene tanta verosimilitud como mantener que está enterrado bajo el
baldaquino de Bernini en el Vaticano, en una tumba en la que se han hallado
restos de numerosas personas, entre ellas varios niños. Pero así lo quiere la
Iglesia y así lo proclamó el ya moribundo Pablo VI en 1978. El profesor Tabor
ha estado numerosas veces en Palestina con sus alumnos y con otros arqueólogos.
También él halló, en junio de 2000, un osario con la inscripción Santiago,
hermano de Jesús.
El ADN
de Cristo
El carbono 14 confirmó que se trataba de una tumba del siglo I. Si de verdad se tratase del
hermanastro del Redentor (Santiago, o sea, uno de los hijos del primer
matrimonio de José), hoy podríamos tener el ADN de Cristo. Eso serviría para
desmontar con rapidez las fábulas mediáticas de los “descubridores de tumbas”.
Pero, perdidas en una maraña de permisos, aplazamientos y dificultades de todo
género, las investigaciones no han concluido. El ya fallecido profesor David
Flusser, judío, una verdadera eminencia en judaísmo antiguo y cristianismo
primitivo, sostenía que ningún descubrimiento “puede ser perjudicial para el
cristianismo. Lo único que podría representar un peligro para esa religión
sería hallar una tumba con el sarcófago o el osario de Jesús que contuviera sus
huesos. Si se diera esa circunstancia, espero que no sea en territorio del
Estado de Israel…”.